jueves, 27 de febrero de 2014

Lomahuida


Lomahuida es un vocablo compuesto, mitad castellano y mitad araucano y que nuestros aborígenes utilizan para designar un cerro alto, ligeramente inclinado hacia los lados, pero no con mucha pendiente, libre de vegetación arbórea, pero rodeado de ella; generalmente algunas piedras de gran tamaño que pertenecen al subsuelo, piedras planas que sirven para que el que ha llegado hasta allí, como asientos. El lomahuida siempre es el más alto de los que lo circundan, de manera que es un mirador; desde allí todo se domina: el valle, los cerros lejanos, el mar.

La pequeña propiedad de mi padre, en Cautín, tenía este nombre.  Estaba compuesta por un plan, faldeos, en donde estaba la casa y, por cerros cubiertos de una selva virgen. Quebradas profundas eran el lecho de algunos esteros pequeños que descendían desde lo alto saltando las piedras, formando pequeñas cascadas, dando vida y muerte a helechos frondosos y que allí quedaban para siempre formando la frescura del bosque. Los esteros bajaban al plan, tranquilos entregándonos agua fresca, cristalina, libre de impurezas, porque se colaba por un filtro natural compuesto por las hojas de los árboles, arbustos o malezas que arrollaban al pasar.

El cerro más alto estaba al fondo de la propiedad, era el lomahuida. Para llegara a él, era necesario hacer una verdadera excursión a pie. Con mis hermanos y algunos amigos, los días de fiesta hacíamos estos viajes a a través de la selva, aperándonos de machetes para abrir sendas.

Las quilas tupidas formaban allí gran parte de la selva virgen; las copihueras rojas, rosadas y blancas trepaban tratando de alcanzar los robles macizos, pero alcanzaban apenas a enredarse en pequeños arbustos que crecían muy débiles. Recogíamos las flores ansiosamente y formábamos macetas apretadas y las colgábamos de los hombros y, tantas eran que parecía que llevábamos ropa del color de las flores. No se percibía otro ruido que el del bosque mismo, el de los esteros abajo, el canto de las aves de las selvas, el tricao, que asuatdo se escondía entre el quilantral, el del guairao cuyo canto era para nosotros la risa de un clown.

Llegábamos así hasta el lomahuida y allí nos sentábamos en las piedras; nos recostábamos en el pasto para descansar, pero asustados por algún lagarto verde, rojo, amarillo que se enojaba con nosotros porque lo molestábamos con alguna varilla, o por una araña peluda, tremenda, nos levantábamos sacudiendo nuestras ropas.

Con las manos en la frente formando viseras contra el sol, hurgueteábamos el horizonte infinito azul. Contemplábamos los caminos numerosos que se bifurcaban buscando los hogares, como rayas trazadas al azar por el destino; muchos esforzándose por subir alguna cuesta, por alcanzar la cima en donde había una casa humeando. Divisábamos el humo blanco que iba dejando el tren que buscaba ansioso su destino; percibíamos la retreta de los músicos en la plaza de Temuco muy débilmente; nos trasladábamos mentalmente al paseo, lanzábamos al aire muchas serpentinas que caían como lluvia de colores, divisábamos muchos techos iluminados por el sol y a veces se nos ocurría ver el mar, oír el rugido de las olas, allá muy lejos, pero era un espejismo.

La propiedad fue vendida: nosotros, mis hermanos y amigos, nos esparcimos por el mundo como  las perdices en el valle; pero ha quedado en mí, el lomahuida, y a él nos asomamos, como lo hace el marinero un jueves de cada mes, que deja las faenas del mar, se olvida que va sobre las olas, no le importa el rumbo, ni las costas, ni los puertos; se entrega por completo a revisar su cofre de recuerdos; repasa muchas  cartas, rompe algunas, lleva la mirada allá muy lejos, tal vez, se coloque la mano a modo de visera para escudriñar el horizonte desde lo alto de su lomahuida, entonces ve su hogar, sus amigos, los árboles que le entregaban cuando niño, muchas frutas maduras; siente el ladrido de su perro favorito, caen algunas lágrimas en sus mejillas, las enjuga con su brazo velludo y tatuado, rompe algunas cartas o papeles que son inútiles ya, cierra su cofre de recuerdos; muchas espirales salen de su pipa, se duerme y el viernes, muy de mañana, se entrega a las labores de costumbre
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